«Que nadie busque cuáqueros ascetas ni calvinistas austeros en esos protestantes que son todos capitalistas náufragos» arrancaba un buen día el Picao las risas de la concurrencia, con la excepción del asentimiento sardónico de Don Aurelio. El Picao hablaba de unas manifestaciones acompañadas de saqueos a comercios que había azotado recientemente el centro de algunas ciudades de los Estados Unidos. No recuerdo cuales, pero allí, cuando se caldean las cosas tienden al pillaje. Los comentarios fueron hechos hace tiempo pero con estos saqueos en Barna me he acordado de aquel y otros pleitos con el mismo asunto que hemos despedazado en la cerve.

Decía el Picao que siempre que hay saqueos a la sombra de manifestaciones, en realidad lo que hay es un robo encubierto. «Es como cuando se habla de ciberdelincuentes. ¡Contra!, un delincuente es un delincuente siempre. Está bien para especificar el tipo de delincuente y delito que es, pero un mangante lo es vístase de seda o de saldo, con ordenador o navaja, desde un despacho o en el metro,» o algo parecido dijo en aquella y muchas otras ocasiones.

Saquear una tienda es saquear una tienda, no es manifestarse, eso lo entiende hasta un mico. Es robar. Ves a doscientos tíos a la gresca con la policía y mientras, un encapuchado sale de una tienda con las puertas reventadas cargando con 20 niquis o un televisor. Ese tío salió de su casa para eso. No es que esté en medio de la manifestación compartiendo la indignación del resto y de momento se le enciendan las luces y diga «hombre, pos voy a llevarme quince camisas para protestar porque al rapero ése se le ha resbalao la mui tres pueblos.»

El tipo de la capucha va a la mani a la espera de que la cosa estalle. Por eso le quema en las manos la piedra o la litrona y puede ser el primero en lanzarla, con permiso de otros perversos quintacolumnistas. Tiene prisa en volver a casa con la rapiña y no puede permitirse el lujo de que todo discurra por cauces pacíficos. Pa eso se queda en casa o se va a afanar a los turistas. Es el primero en entrar en las tiendas, para llevarse lo mejor, y probablemente haya estado por la mañana echando un ojo a qué llevarse. A la zaga le siguen sorprendidos correligionarios que se zambullen en el río de la razia y acaban con una chaqueta de chándal con un agujero donde antes había un antirrobo y dos correas verdes que no hacen juego con nada. O peor, pringaos con cara de lelos en comisaría. ¡Aficionados!

Los manguifestantes, como así les llama el Guaja, no son nada nuevo. Antes estuvieron en Versalles, en San Petersburgo, en Berlín, en Hong Kong, en las calles de Nueva York y en el Capitolio. Siempre al abrigo de soflamas que les vienen grandes pero al dedo, estos visionarios emprendedores tratan de sacar rédito de cualquier situación en la que la ley quedé aparcada por unas horas. Qué grandes fechorías podrían lograr estos individuos si realmente conocieran los recovecos de la ley, la ingeniería financiera y los mercados internacionales y se dieran cuenta de que sólo su imaginación acota la barbarie.

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