A nadie se le escapa que escribir sobre un bar de puretas en plena pandemia vírica es una temeridad. Sin embargo, y contra todo pronóstico, no la ha cascado nadie de la concurrencia. Tristemente sí algunos conocidos que se dejaban ver de vez en cuando por allí, de los cuales el Carolo ya se ha encargado de ir difundiendo la esquela. Pero afortunadamente no se ha caído nadie de la alineación titular.

Y el caso es que gran parte del éxito ha sido debido a una combinación de miedo al bicho, una responsabilidad senil inesperada y una política de acoso y derribo por parte de las parientas y familiares que, fuera guasa, es encomiable. Si en vez de gobierno hubiéramos tenido madres manejando la situación otro gallo nos hubiera cantado.

También ha ayudado el hecho de que la cerve lleve cerrada cerca de un año. Antes de comenzar lo crudo del virus, Adolfo ya había anunciado que iba a cerrar durante un par de semanas para hacer obras en el local. Remozado de baños, barra y cocina pa la excelsa Paqui. Todo hacía falta. Así que se había marchado al pueblo y dejado la obra en manos del concuñado, que es albañil retirao y se las sabe todas.

El Guaja, que es la centralita del bar, habló con Adolfo. Y con todos. A diario. Casi. Pero vamos, que habló con Adolfo y éste le dijo que en el pueblo tenía de todo y que no quería echarse al morral infecciones ni muertes. Y además así pasaba una temporada con los nietos. Y allí está desde entonces.

Y es que la casa del pueblo de Adolfo y Paqui es una señora granja que lleva su hijo y donde cría pollos, guarros y conejos, además de mantener una huerta solo para consumo propio, porque de lo que verdad vive el hijo es del cultivo de la patata. El hijo de Adolfo y Paqui quiso desde siempre vivir en el pueblo, por amor al campo y a Anita, la belleza local que le cautivó desde jovencito. Allí han tenido críos, así que Adolfo se está tomando su sabático al calor de los mocosos, que se lo tiene bien merecido.

Volviendo a lo nuestro. Que con la cerve cerrada, el Guaja, que necesita público para dar aire a sus chorradas, propuso que hiciéramos una videollamada, para ver como estábamos. Tras las reglamentarias preparaciones logísticas (eso va desde ponerme el internet que tengo que hablar con los del bar a no te vayas muy lejos por si toco algo) finalmente hicimos la llamada tras meses de descoordinación. Yo creo que no con mucha fortuna.

El Picao, a la moda de su abuelo, no dejaba de gritar

—¿Me escucháis, me escucháis? —vociferaba.
Y los demás —Que sí, que sí.
—Yo creo que no me oyen, nena ven a ver qué he hecho que no se ve nada.

Cuando consiguió solucionar sus problemas técnicos siguió a grito pelao. Don Aurelio dio dos o tres cabezadas, por lo que yo creo que por su parte la cosas iban bien. El Carolo nos puso al día en muertes de conocidos del barrio y hay que decir que internet en esas cosas es muy buena. En la vida real nos hubiéramos callado medio minuto, pero la inmediatez de la compañía no te deja mucho tiempo para hundirte. Sin embargo, con cada muerto del Carolo el bajón nos machacaba más y más, hasta que el Guaja rompió la caída libre con un par de bromas. Ahí el internet no vale de mucho. Tal vez porque en el uno a uno el Guaja se crece y un chiste mediocre lo salva por la forma de contarlo, pero eso se pierde en el ordenador.

Hubo un conato de polémica, pero la tecnología todavía no está lo suficientemente desarrollada como para dar servicio Gresca de Bar. En el bar, cuando hay polémica, todo el mundo habla al mismo tiempo, como en la videollamada. Pero en la vida real puedes agarrarte a un no tienes ni idea, no tienes ni idea, durante todo un minuto. Pero lo mismo en internet despertaba un coro de ¿me dices a mi? ¿a quién le hablas? Además, en esos momentos, si se te ocurre algo chisposo, pero no tanto como para lanzarlo al colectivo, pues te acodas al más cercano y se lo sueltas al oído. Y otra vez al follón. Internet no es espontáneo, al césar lo que es del césar.

Me da a mí que en Silicon Valley no van a hacer nada por mejorar esas cosas. Es mejor esperar a que la vayamos palmando en lugar de poner a alguien a trabajar para hacer algo que se adapte a la gente, a la gente vieja en concreto. Las nuevas generaciones no son más listas, pero sí tienen más tragaderas, así que les encasquetas cualquier cosa y aprenden a pensar que es lo mejor de lo mejor. Las tecnológicas saben cómo programar a la gente pa que les guste sus cosas.

Pero a la concurrencia de la cerve se nos queda ancho todo esto. Tras un par de horas de videollamada los silencios se fueron haciendo más largos y todo el mundo empezó a poner excusas. A ver si lo volvemos a repetir. Son cosas de viejo.

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