Todos conocemos algunas familias que malcrían a sus vástagos. Desde sus primeros pasos son agasajados con lisonjas exageradas que mayormente no se corresponden con su mundana existencia. Si la cháchara no se detiene en algún un punto existe una gran probabilidad de que el infante acabe por creer que realmente está tocado por una mano divina y que todo lo que hace está revestido de dicha divinidad. En casos como esos la culpa, como se suele decir, es de los padres. No quiero decir que Rafael Moneo haya desarrollado una personalidad similar ni que sus papás arquitectónicos tengan parte de responsabilidad de sus actitudes, dios me libre. Pero sí quiero resaltar que existen paralelismos pasmosos con esos comportamientos insanos.

En general, para el profano crítico, la contemplación muchas de las edificaciones de Moneo despierta mayormente el espanto y la incomprensión. He sido testigo de ello con gentes del más diverso pelaje y bagaje. Gentes que no acabaron la educación básica y licenciados en Bellas Artes o arquitectura.

Aquellos con menor recorrido intelectual, quizás portadores de una visión menos alterada por informaciones suplementarias y alimentada plenamente por las sensaciones, no pueden comprender por qué han puesto un instituto de educación secundaria (de los feos además) entre el Museo del Prado y los Jerónimos, o qué hace esa clínica de cirugía estética en pleno centro histórico de Murcia. Si les cuentas que es obra de uno de los arquitectos más prestigiosos de España, la incredulidad se instala en sus rostros.

Para los que conocen y consideran sus edificios como una de las bellas artes, que diría De Quincey, la mera visión sobrecogedora de sus ladrillazos trae consigo reminiscencias del hálito helado del fantasma del pelotazo, de la zarpa del monstruo del politiqueo o la risa diabólica de jueces bizcos. Son visiones evanescentes y oníricas procedentes del ultramundo del establishment cultural descarrilado que se resisten a dejar de merodear en sus pensamientos.

Quizás nadie nunca le ha dicho a Moneo que sus edificios son feos por fuera. Muy feos de hecho. Se pueden escribir miles de artículos y sesudas justificaciones y enmarcar en corrientes teóricas sus ideas arquitectónicas pero eso se puede hacer sobre cualquier tipo de arquitectura. Incluso sobre la arquitectura chabolista. No entro en cuestiones técnicas. No sé si quizás ha descubierto algún sistema de construcción que facilita la labor de los arquitectos de todo el mundo. Quizá ese sea su mérito. Pero si sólo sirve para hacer edificios como los que ha construido, pues apaga y vámonos.

Su catálogo estético transita desde el estilo escuela pública de bajo presupuesto al de clínica dental privada, pasando por el hospital general de capital de provincias. No es mala arquitectura, pero es evidente que es una arquitectura para centros comerciales y afueras. Si algo bueno se puede decir ellos es que son perfectamente demolibles sin inspirar el más mínimo remordimiento.

Pero para gustos los colores. Arquitectos de todo el mundo han reconocido su valor y la construcción civil se inspira y lo imita con efusión por lo ramplón de los diseños y la facilidad para moneizar casi cualquier choza. Si la comunidad internacional reconoce las bondades del Museo de Arte Moderno de Estocolmo también debe deshacerse en elogios sobre Seseña y otros barrios nacidos a la sombra de la burbuja del ladrillo de principios de siglo y que beben en las fuentes de la obra y el espíritu del navarro. Y este es el punto culminante al que quería llegar. El espíritu.

Nunca habría escrito nada sobre la obra de Moneo si hubiera quedado limitada a seseñas o institutos de bachillerato, a afueras, que es para lo que parece estar pensado, pero es que los papás intelectuales que han malcriado a Moneo y el mismo Moneo han llevado el horror hasta el centro de las ciudades. Todos ellos, y el artista primero, se visten del ego más sombrío y se encuentran a sí mismos con la suficiente capacidad estética y moral para deformar paisajes urbanos a placer cuando podrían estar ennobleciendo destartalados descampados en zonas degradadas. Tienen la necesidad de dejar su impronta en espacios que no son suyos, por especulación o soberbia, no importa. Devalúan bellos y armónicos espacios en nombre de nadie en su sano juicio sabe qué. Aunque torres más altas han caído, sin duda.

El arquitecto y su ego. El niño mal criado. La enfermedad del arquitecto estrella. Art Vandelay. Nothing is higher than architect. Citty planner? Seinfeld define taaaaaan bien lo que he puesto aquí, con pocas palabras pero gestos significativos. Ay, los gestos.

Pero ya sabe. Si está de paso y desea visitar el Panteón no espere encontrar a Moneo en él. Su nombre todavía está vivo y promete dar guerra, muy a nuestro pesar. Sin embargo, en el Ala Egos Dados de Sí, entre columnas clásicas, hay un mamotreto de ladrillo caravista con aspecto de garita de recepción de complejo industrial que recuerda mucho a su arquitectura. No sé sabe quien la puso ahí, porque pudo ser cualquiera.

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