Ah Joab

Malhadados semos con el pardal del que te hablo. Fenecido tiempo ha mas sin merma de su alcance. No podemos lidiar para situarlo en una vanguardia condenada al heroísmo. Pero algo hemos de hacer con Mark Twain. No debemos permitir que su licenciosa astucia instile nuestras tropas, y menos aún nuestros vasallos del siglo.

Primer, halla cualquier texto del americano y dale pago orwelliano. Que nadie lo lea. Que nadie lo miente. Que nadie lo pueda guardar en su mente. Abajo con él y su soltura de espíritu. Hay mucho en juego. Toda nuestra envarada y hierática catequesis de preceptos férreos se reblandece ante sus aforismos. He visto muecas risueñas en nuestra guardia al oír alguna de sus repugnantes chanzas. He sentido caídas de mirada hacia la melancolía al visitar pasajes que alternan sentimientos encontrados.

Joab, ese hombre es principio y final de la literatura de los Estados Unidos de América o, como su compatriota y odiado correligionario Guillermo Faulkner dijo, el padre de las letras americanas. Pero no de las letras que nos deleitan a mi y a vos. Sino de las que despiertan el sueño del país y el mundo que una vez pudo ser y que, gracias a nuestros enconados esfuerzos, ya nunca será.

Tan opuesto al gran Teodoro y otros dignísimos sátrapas. Tan humano. Tan transversal. Tan dado al amor y tan alejado del rencor que enciende nuestra hoguera cada día. Tan sereno ante la estupidez. Tan amante de la risa. No pudo sino ver el juego de la vida y mofarse de sus reglas. Nuestras reglas Joab. Con ese modo que no percibes si no atiendes.

Joab, articula un cuerpo de censores y ármalo de tijeras y tintas para ensuciar a Mark Twain. Se le sigue amando, se le sigue estudiando, y peor, se le sigue leyendo. Emponzoña sus basuras. Ensucia su Huck y su Tom. Y no creas, al contrario que sus adalides y al modo que él brochea en sus Diarios de Adán y Eva que, donde quiera que él se encontrara, allí estaba el paraíso.

No tendremos paraíso si no hay letras ensangrentadas Joab.

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